Hace 40 minutos que espero el tren a constitución. Estoy jugado con el horario, a las 13:30 tengo que estar en la secretaría de conciliación laboral obligatoria para por fin cobrar la liquidación que tendría que haber cobrado hace 2 meses. Del otro lado del andén, pasa el cuarto tren a Ezeiza. De mi lado del andén todavía no llega ni siquiera el primer tren. Salgo preparado y con tiempo pero siempre llego tarde y mientras espero, contemplo que el pasto siempre es más verde del otro lado: un patrón que veo repetirse constantemente en mí vida. Otro bucle más.
Veo como un pequeño gorrión se anima a bajar al andén y va saltando como un duendecillo entre la gente. Siempre me resultó muy llamativa la forma en que estás aves parecen moverse en otro framerate, como si parpadeáramos mientras se mueven. Como caminar en un boliche obnubilado por los flashes. El gorrioncito se posa casi en el pie de una chica, quien está totalmente absorta en su celular, cegada a este pequeño milagro. Es un honor que un ave tan diminuta se acerque así. Levanto la vista, nadie más está viendo este rayo de sol en un día de tormenta.
El aire huele a metal y petricor. Al menos hace frío y no el vapor insoportable cercano al verano. Un trozo de barco al que me aferro como buen náufrago. Detrás del telón plateado de la lluvia, en un relieve del marco de la ventana central de la oficina ferroviaria veo un palomo caminando orgulloso. Cada que se le acerca una paloma, comienza la danza. Una, dos, tres, cuatro. El final es el mismo: todas emprenden vuelo. Y el palomo que sigue ahí, como el Sísifo Camusiano, inicia el bucle nuevamente.
Llega el tren y subo. La sobrecarga sensorial de siempre. El vaivén blusero del tren en movimiento, el zumbido de los ventiladores que hacen circular el aire, vendedores ambulantes, celulares sin auriculares y charla a gritos que asaltan los tímpanos. El casi nulo espacio personal que es la marca registrada del sistema en su ganado obrero. El destello errante de la poca luz que se filtra por las ventanas y la sucesión entre puentes y túneles.
Bajo en Constitución. Capital hoy no tiene tanto olor a orina como los días calurosos. Gambeteo la lluvia en la jungla de cemento ni bien bajo del subte. El abogado tiene oficina en una calle con altura 666. Vengo de un año donde perdí la casa, me despidieron de mi empleo soñado, le debo al banco como 4 millones, perdí a mamá por el cáncer, me declaré a mi musa y obtuve la respuesta negativa obvia, me robaron la semana pasada y encima tuve que hacer el DNI exprés por segunda vez con plata prestada mientras desfilaba accidentalmente con la marcha del orgullo.
Quienes conocen la locura de mis últimos días saben que no me sorprenden estos detallitos de la trama de esta broma divina que es mi vida últimamente.
La gélida brisa del aire acondicionado me recorre la piel haciendo slalom entre el bosque de los vellos de mis brazos. Como un abrazo lúgubre pero reconfortante que me hace pensar que tal vez todo esto sea un mal sueño y esté pronto a despertar.
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