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    Esa vez no sería la última

    Nov 27, 2023

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    Esa vez no sería la última
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    Después de mucho aguantar, me relajé y solté las primeras gotas de pis. Me faltaban varias cuadras para llegar a mi casa. El camión de basura todavía recogía el cesto; calculé dos minutos más y, de ahí, hasta el próximo en la otra esquina, y de ahí hasta la próxima cuadra. Hasta la próxima esquina. Eso decía papá cuando le tocaba la misma situación.

    –Siempre sacan la basura cuando estamos apurados –repetía indignado.

    –Para mí lo atraes vos… –contestaba mamá.

    Papá subía el volumen de la música, puede que para no escuchar a su esposa.

    La primera vez que me había hecho pis encima estaba en tercer grado. Yo nunca participaba en las clases. No era de los más inteligentes, no era de los que tenían problemas de atención. Era, sin más, la indiferencia manifiesta dentro de un ser vivo. Según la directora, yo tenía un problema de timidez. Se jactaba de que no podía expresarlos y que por ello sería mejor que asistiese a clases de apoyo escolar. Yo escuchaba las clases. Escuchaba y dibujaba los márgenes de cualquier hoja. Parecía no estar, pero estaba. En mi casa me habían machacado con que tenía dos orejas y una boca para hablar menos y escuchar más. Eso justamente –pensaba– era lo que la directora no sabía. O no tenía. Tal vez sí era un monstruo, como muchos decían.

    Una tarde, la única en la que levanté la mano para preguntar a la maestra, se me escapó un mamá. Todos rieron. La maestra esbozó una leve sonrisa. Yo me puse de pie. No supe qué hacer. Y me hice pis. Corrí hasta la puerta y bajé por las escaleras gritando mamá y pegándome en la cabeza.

    Esa vez no sería la última.

    El camión de basura todavía trituraba polvo; los muchachos esperaban. Suspiré y miré por el espejo retrovisor a los autos que componían una hermosa melodía de salvajes bocinas dispuestas a todo. El espejo trasero estaba sucio. Mamá no lavaba el auto ni aunque le garantizaran seis meses sin lluvia. Miré y encontré una botella de agua a la que le quedaban unas gotas. El plástico, ablandado por el calor; la etiqueta algo descolorida, despegada por la mitad. La mitad que resistía se abrazaba al plástico con la ilusión del enamorado que desea apostar, otra vez, a la relación que no existe más.

    Me arrepentí de olfatear el pico.

    La basura seguía.

    Desabroché el botón y empecé a desinflarme.

    La sangre empezó a fluir de nuevo.

    El corazón latía con frecuencia.

    La vejiga me agradecía.

    Hasta los pensamientos se acomodaron. El conocimiento.

    Las bocinas feroces me hicieron volver de un sacudón. Abrí los ojos y el camión de basura había desaparecido; no sabía hacía cuánto.

    Había llenado un cuarto de botella y todavía faltaba.

    Miré mi pito. Luego, el pis mostaza, caliente y concentrado.

    Avancé.

    El estéreo se empañó por completo. Goteaba tanto pis del botón del volumen, el mismo que tanto usaba papá cuando mamá insistía con sus teorías conspirativas energéticas y espirituales sobre la vida, la atracción y los deseos, que le pedí perdón a papá en mis pensamientos ya acomodados. La estación de la radio era completamente ilegible. El volante… quién agarraría ese volante. El espejo, que tenía lluvia impregnada afuera, ahora también tenía adentro. El asiento del acompañante… la alfombra del acompañante. La palanca de cambios. La cinta roja contra la mala suerte colgada del espejo. Los chicles de canela que solo mi madre podía comprar. Canela con pis, desde ese entonces y para siempre. Los billetes de cinco para los pobres de cada esquina, dicho por mi padre, creí que no se secarían nunca. Así como había pensado en mi padre, también lo hice con José de San Martín, nuestro prócer que cruzó la Cordillera de Los Andes y que recibió chorros de pis en su cara. Y en todos los que había detrás.

    Necesitaba tirar la cadena del auto.

    Mi cerebro, otra vez, o antes o ahora, o siempre, o quizá solamente desde aquella clase –quizá producto de los cien golpes que me había dado corriendo hacia el baño– se había paralizado.

    Tenía una mano al volante; la otra, en la nariz. La botella en el piso. El pis embadurnaba los pedales. ¿Cuándo fue que la solté?, pensé. ¿Para qué la agarré?, pensé.

    Me llevé puesto el espejo retrovisor de un auto estacionado. Era un Gol; tres puertas. Iba a pasar por ahí en seis años y seguro seguiría sin el espejo. Ya está. Era el destino de ese autito. El dueño lo compró por eso. El dueño dijo: se te rompe una lucecita y no salís, ¿eh? Y tuvo que cruzarse conmigo.

    Llegué a casa.

    –¿Y? ¿Cómo fue la primera salida con el auto? –me dijo mi madre apenas me vio.

    –Diez puntos… –respondí, apoyé todo y desaparecí.

    Cuando volví a la cocina, la llave no estaba.

    Mi mamá tampoco.

    Michael Josch

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