Por fin llegó el taxi. Estuve más de cuarenta minutos esperando bajo esta lluvia que parece eterna; parada en una esquina en la que los edificios han perdido sus balcones y los árboles abandonaron, hace tiempo, su frondoso follaje; nada ni nadie me ha ofrecido un lugar para guarecerme. Primero fueron un par de gotas, pequeñas lágrimas de un cielo ennegrecido que no tardó demasiado en escupir sobre mí un mar infinito frío y agitado.
El coche se detuvo a mi lado con las balizas parpadeando en un tic tac melodioso y los vidrios empañados que no me permitían ver más allá del largo de mis pestañas. Subí; mis pies navegaban dentro de las zapatillas de lona mientras que el pullover rústico de lana formaba un pequeño lago a mi alrededor. Escuché: “Perdón por la demora”; no es nada, respondí. Le indiqué una dirección a la mitad de hombre que el respaldo del asiento me permitía observar. Para mí él sólo tenía media cabeza blanca, un cuarto de hombro y un trozo de espalda; quizás esa es toda su humanidad, me dije.
La peste que azotó al planeta años atrás nos dejó algunas costumbres, manías que aún conservamos, es por eso que él y yo estamos separados por una pared sucia y agrietada de nylon, lo que convierte mi espacio en un reducido mundo donde apenas pueden acomodarse mi cuerpo y el aire húmedo que tengo que respirar.
La oscuridad que nos rodea está libre de cualquier límite, rasgada de a ratos por el reflejo de unos números azules que cambian demasiado rápido y que permanecen encarcelados dentro del taxímetro. Abro mi billetera y paso, con la punta de mi dedo índice, uno a uno los billetes, sumando sus valores, restando la tarifa.
¿Y si muriera aquí? Quedaría encerrada en esta cápsula, en esta tumba fría y húmeda. El medio hombre que conduce ni siquiera podría tomar mi mano en ese último latido de mi corazón porque el rectángulo abierto en el plástico es demasiado estrecho, demasiado insignificante. ¿Por qué pienso tanto en la muerte en estos días? ¿Será porque amo demasiado la vida? ¿Será que me seduce el misterio que se oculta detrás del final? Un ojo oscuro y media ceja blanca se asoman a través del espejo retrovisor, se clavan en mí, y se me antoja que dicen: “Todo va a estar bien”.
El mundo ha desaparecido; a través de los cristales sólo veo un desierto negro. No hay sombras que corran agitadas alertando a mis pupilas; no hay sonidos haciendo eco en mis oídos. Es evidente que el medio hombre y yo somos los únicos sobrevivientes de este terrible temporal, los encargados de empezar de cero. Reviso mi mochila, no tengo mucho para ofrecer: tres fotografías con imágenes que se desvanecen sutiles, en paz; una manzana que perdió su color rojo brillante para desintegrarse entre mis manos; sólo permanecen inalterables mis deseos de vivir. Y me pregunto qué tendrá la mitad derecha de este ser que sólo es capaz de mostrarme la parte dorsal de su estructura humana; ¿cuál será su aporte? Él sólo conduce con su media silueta a través de una ruta que se esfuma lentamente bajo la presión que ejercen los neumáticos sobre ella.
Sonrío con desgano, aliviada, enclavada en esta diminuta Arca de Noé, sospechando que este cincuenta por ciento de hombre es el encargado de llevarme sana y salva al inicio de todo, a un nuevo génesis.
Los números azules se detienen, se han quedado adormecidos dentro de esa pequeña caja metálica. Intento contar, con la punta de mi dedo índice, los billetes, sumar su valor, restar la tarifa, pero han desaparecido, ahora son tan sólo un puñado gris de polvo que se escurre entre mis manos.
Fin del viaje, tiene que bajar acá, me dijo, pronunció esas palabras con una boca que jamás pude ver. Mis pies descalzos olvidaron las zapatillas de lona dentro del auto, se hundían en un líquido seco, se pegoteaban en un suelo que no tenía un fondo, se apoyaban en la nada.
Miro hacia atrás y todo va desapareciendo desgranándose en un remolino de colores oxidados. No tengo dónde volver, el medio hombre cae ante mí como piezas de un dominó fantasmal. No tengo dónde ir, norte y sur ya no existen.
Me quedo en puntas de pie, sobre una delgada línea atemporal que me sostiene con la misma fuerza que la raíz sostiene al árbol.
Mi equipaje ahora es una burbuja de recuerdos en la que alcanzo a distinguir dos o tres buenos amores que he tenido.
La memoria se fragmenta en mil pedazos y vuela alto.
Mi alma se escapa en el último suspiro.
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