La ansiedad de no querer arruinar la primera página cuando, en realidad, no hay manera de arruinar la primera página.
Hay algo en el escribir que inherentemente obliga a uno a revelarse. Hay algo, también, en el hartazgo que implica la revelación constante de un_ mism_ al mundo; el sentir que lo que se saca ahora está dispuesto al juicio ajeno. Cuando en (mi) realidad, el juicio propio siempre será más ruidoso y crudo que le de cualquier_ ser que lea esto.
Escribir, es el ejercicio de tender las sábanas un domingo soleado. Sale mojado y arrugado para volver a entrar en seco, todo doblado. Es la acción de racionalizar sentimentalmente los pensamientos que tenes después de enroscarte media hora antes de poder dormir. Escribir es poner en palabras esa novela mental bizarra que te armaste con l_ pibit_ que te miró más de tres segundos en el 108 a las tres de la tarde. Es exteriorizar algo poético que te encontraste en la mundanidad. Escribir implica desarticular al sujeto para pegar sus retazos con la gotita después — o coserlo, si juntás la paciencia necesaria. Despedazar al mundo para romantizarlo en un archivo word con la letra en Arial 11 y formato predeterminado.
Siempre que escribo hay una cuestión de que siempre tengo más para decir; siempre se pueden más y más párrafos — más palabras. Siempre se pueden dar más vueltas. Siempre se puede sobredescribir; siempre se puede sobreescribir. Nunca parece correcto terminar de decir; o por lo menos, en mi caso, me cuesta quedarme encerrad_ en una sola idea, un solo matiz o simplemente una cosa. Porque escribir, aunque se le quiera atribuir toda la gama cromática, también es gris.
Porque, al final, es armarse desde la melancolía para desarmarse repasandose después.
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