tres de septiembre.

Había un silencio extraño en mi niñez, uno que no se rompía ni con los gritos de la televisión ni con el rechinido de la licuadora. Era un silencio que se escondía en los rincones de la casa, entre las grietas de la pared, debajo de la mesa. Yo lo escuchaba incluso cuando corría en el patio, incluso cuando me reía.
Ese silencio me enseñó a no pedir demasiado. A tragarme las ganas de decir “mírame” o “abrázame” porque siempre parecía que había cosas más importantes que un niño con las rodillas raspadas.

Recuerdo que miraba por la ventana como si allá afuera hubiera un lugar que sí me estaba esperando. Pero nadie vino, nunca, a tocar la puerta. Entonces aprendí a inventarme amigos con las sombras, a confiar en los cuentos, a abrazar las almohadas como si fueran cuerpos tibios.
En la niñez, descubrí que a veces ser pequeño no es sinónimo de ser ligero. Que a veces los niños cargan pesares que ni los adultos saben nombrar.

Así que, todavía, cuando cierro los ojos, me veo con los mismos pantalones cortos, con los mismos tenis sucios, con el mismo silencio al hombro. Un niño que sigue esperando que alguien le diga que todo eso que siente no es demasiado para su tamaño.