Mi rostro permaneció pétreo como agua de un estanque congelado.
Había un silencio anecoico, pero podía oir mi sangre borbotear bajo el velo de mi piel completamente tensada como el cuero de un tambor de guerra o los músculos de un depredador a punto de dar el salto mortal.
Pensamientos odiosos fluían inundando mi garganta de espinas como un cáliz lleno de veneno.
Mi ira podría haber derretido el ártico.
Podría haber reducido este mundo a cenizas.
Pero en el fondo sabía que mi reino de terror acabaría en el instante que presenciara el llanto de cualquier persona.
Porque he sido ambos: el dador de la furia y el niño que llora.
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