23 de abril
Hoy no me tengo.
Hoy no soy.
Hoy no habito ni siquiera la silueta de lo que fui.
No tengo forma, ni rostro, ni siquiera la memoria de uno.
No tengo el músculo de los que aman,
ni la furia de los que gritan con todo el cuerpo hasta deshacerse.
Me falta la médula que sostiene el verbo,
me falta hambre, pero sangro.
Sangro sin origen, sin destino.
Sangro como quien intenta recordar algo que nunca vivió.
Sangro como un idioma olvidado al borde de los labios.
Hoy me duele el nombre.
Hoy me pesa el cuerpo que me sostiene por inercia,
la forma que cargó como una cruz sin fe.
Hoy no hay poema,
hay una boca rota repitiendo sílabas como plegarias que nadie escucha.
Hoy soy un bostezo del dolor,
un eco sin garganta.
Un lugar donde ya no sucede nada.
Hoy desperté con la boca llena de tierra.
Un hueco húmedo, sin nombre, sin bordes. No sé si dormí o si simplemente dejé de moverme. No sé si este cuerpo aún es mío,
o si solo es la ruina donde solía vivir una voz. No sé si era mi pecho o el corazón que le arrancaron a mi madre.
Un hueco dentro de otro hueco.
El poema no está.
Pero yo duermo en su herida.
Sí, como quien duerme en el hueco tibio de una bala aún fresca.
Como quien se arropa con el frío de lo que ya no se nombra.
Y escribo —me arranco—,
con los dientes, con la lengua rota,
como quien se quita la costra no para sanar,
sino para verme sangrar otra vez.
Escribo no para curarme,
sino para escarbar en la podredumbre que tiembla bajo mi piel.
Escribo como quien se abre las costillas buscando un nombre.
Yo, la que no tiene sombra,
la que la perdió, la mató, la olvidó por miedo,
la que camina con el sol encima y no proyecta nada.
Escribo para inventar una sombra aunque sea falsa,
rota, incompleta, muda.
Una que al menos manche el muro y diga: aquí hubo alguien.
Yo quiero siquiera eso.
Una grieta, un contorno, una silueta defectuosa que me devuelva la voz.
No dije “buenos días”.
Dije “permítanme no volver”.
Porque cada día es un regreso forzado al mismo cuerpo que no me contiene.
Estoy tan cansada de habitar esta piel sin aliento.
Parezco alguien.
Pero no soy nadie.
Hoy me rasqué el pecho con los dientes.
Intenté arrancarme el vacío con las uñas,
pero el vacío era yo.
Yo era el hueco.
El hueco era mi casa.
Y mi casa olía a miedo.
A encierro.
A infancia encerrada en un cuerpo que nunca fue refugio.
Los árboles no me reconocen.
Las palabras ya no me siguen.
Hay un exilio que no se puede escribir,
y yo vivo en él.
Soy su ciudadana perpetua.
Exiliada del lenguaje.
Exiliada del tacto.
Exiliada de mí.
Hoy me faltan los muebles, sí,
pero me falta el alma que los habita.
No tengo hogar, ni nido, ni sitio caliente.
Me faltan las uñas para arañar el día,
me falta garganta para gritar el poema que no llega.
¿Y si ya llegó y no lo reconocí?
¿Y si fui yo quien lo escupió como pan por miedo a volver a tener hambre?
¿Y si el poema era la llave,
y yo la arrojé al pozo donde duermen las niñas muertas de mi infancia?
Me duele la herida que no se ve.
Esa que no tiene sangre,
pero supura todas las noches como si la memoria tuviera garras.
Escribo con el vómito.
Con lo que queda cuando ya no hay lágrimas.
Escribo como quien se arrastra.
Como quien suplica que el lenguaje le devuelva el rostro.
Pero el lenguaje solo da espejos,
y yo no me reconozco en ninguno.
Yo, la que ha perdido su sombra,
la que camina con el sol a cuestas pero no proyecta nada,
yo escribo para inventar una sombra.
Una ficticia.
Una malformada.
Una que no acompaña pero al menos mancha el muro con una presencia cualquiera.
Quiero siquiera eso:
un contorno,
una silueta defectuosa que me grite “aquí estás”.
Me fui perdiendo palabra por palabra.
Verso por verso.
Hasta quedarme muda de mí.
Y nadie lo notó.
Porque aprendí a decir “estoy bien”
como quien reza una mentira para que el mundo no se detenga.
Hoy desperté con el pecho lleno de insectos.
Cada uno llevaba una palabra que olvidé.
Intenté nombrarme,
pero solo salieron sonidos sin forma,
como gritos que se olvidaron de ser gritos.
Como si el idioma se me hubiera podrido dentro.
Estoy parada frente al espejo de la página,
y no me reconozco.
Al otro lado, una niña rota con la boca llena de cenizas,
una criatura sin lenguaje,
una forma sin centro.
Esa soy yo.
La que pide una palabra como quien pide agua en el desierto,
y la palabra no llega.
Nunca.
Me arrastro entre los objetos buscando un indicio:
una hebra de luz,
un sonido conocido,
algo que me diga: “sí, estuviste aquí”,
pero no hay rastro.
He aprendido a borrar mis pasos con la lengua.
Cada vez que digo mi nombre, lo olvido un poco más.
No quiero salvación.
No quiero redención.
Quiero una palabra que me abrace y me muerda al mismo tiempo.
Que me diga: “aquí estás, aun si no sabes cómo llamarte.”
Quiero que alguien me lea y diga:
“yo también dormí en ese hueco.”
“No haremos abismos”, dijiste.
Pero yo nací con uno adentro.
Un hueco en el pecho que no es casa, ni patria, ni tumba.
Un hueco que respira.
Que tiene nombre.
El mío.
Y lo repite como un rezo invertido. Hueco que respira.
Hueco que se llama mi nombre cuando no quiero responder.
No puedo evitarlo.
Una grieta que solo puede ser mirada.
Y no con esperanza.
Sino con la fría indiferencia de un dios que no oye.
Hoy no hay belleza en este texto.
Solo ruina.
Solo barro seco que una vez fue cuerpo.
Solo la súplica de un alma que se escribe para no olvidarse.
Hoy no soy poeta.
Soy herida que aprendió a escribir.
Y si el poema ya vino y yo lo escupí
como quien escupe un pan por miedo a sentir hambre otra vez?
¿Y si la única forma de estar viva es fingirse poema?
¿Y si no existo, salvo cuando escribo?
¿Y si lo que sangra no soy yo, sino la página?
¿Y si confundí el dolor con identidad,
y ahora no sé quién soy sin él?
Porque hay días en los que ni el dolor me pertenece.
Estoy frente al espejo de la página,
pero no me reconozco.
Del otro lado hay una criatura hecha de polvo,
una niña rota con la lengua seca de tanto silencio.
Esa soy yo.
La que pide una palabra como quien pide agua en un desierto.
Y la palabra no llega.
No.
Nunca.
Me rasco.
Me rasco con la desesperación del que quiere sentir algo.
Me rasco con versos.
Me rasco con sílabas.
Me abro con las letras que no curan, pero al menos hieren diferente.
Y en esa herida nueva,
intento escribir algo que me sostenga.
Con las sílabas.
Con las frases que no me salvan.
Hasta que la piel se rinda,
hasta que la carne grite,
y no haya traducción posible.
Hoy intenté hablarle a Dios,
pero mi oración fue una línea en blanco.
Una pausa sin intención.
Una hoja sucia que nadie quiere leer.
Y ahí entendí que incluso el silencio puede ser una negativa.
El día es una bestia ciega.
Todo se agota.
El alma, el deseo, incluso el dolor.
La herida ya se volvió paisaje.
Y ese abismo me abraza con ternura enferma,
como una madre suicida,
como una patria que escupe a sus hijas,
como animal ciego que no sabe hacer otra cosa que rodear lo que sangra.
Y yo me dejo.
No sé decir que no.
Porque me parezco a él.
Porque yo también soy un abismo de carne.
Un hueco que camina.
Hoy he llorado tinta.
No lágrimas.
Porque mis ojos ya no contienen lágrimas.
Tinta.
Y la tinta no limpia.
No consuela.
No salva.
La tinta embalsama.
Preserva.
Congela la tristeza en palabras.
Lo vuelve poema. Hace poema la ruina,
pero no la reconstruye. Lo vuelve ruina hermosa. Pero no salva.
Nunca salva.
Solo polvo,
el mismo que cubre los retratos de lo que nunca fuimos.
Me siento al borde de mí.
No en el centro.
No en el núcleo.
En el límite.
Donde las palabras se disuelven
y el lenguaje se vuelve una cuerda floja sobre el vacío.
Mi verso no canta.
Mi verso chirría.
Chirría como los portones cuando cierran la esperanza,
como la memoria oxidada que se niega a morir.
Mi verso es una puerta que no abre,
una oración que no se dice,
una lápida que aún respira. Como la memoria que regresa rancia,
El amor no viene.
La ternura no viene.
El poema no viene.
Yo me vengo sola.
Me rasgo sola.
Me entierro sola en cada línea.
¿Qué tengo que hacer para dejar de ser este vacío con nombre?
¿Para que no me absorba, no me tome, no me nombre?
¿Qué palabra es suficiente para contener este mar inmóvil?
¿Cuál sirve de dique?
¿Cuál?
¿Qué sílaba sostiene a quien se deshace mientras escribe?
Poesía, ¿dónde estás?
Poesía, ¿por qué no me hablas si te he dado todo?
Mi vómito.
Mis noches enfermas.
Mis huesos rotos.
Mi miedo con moho.
¿Por qué no me respondes si te di todo?
Te di mis huesos.
Te di mis vómitos.
Te di mi infancia de cuchillos,
mi miedo con moho,
mi cuerpo doblado de ansiedad.
¿Y tú qué hiciste?
Te tejiste un vestido con mis ruinas y huiste.
Guardaste silencio.
No me salvaste.
Y sin embargo escribo.
Yo, la que debería encontrar algo.
Una chispa.
Un reflejo.
Una sílaba.
Algo que diga: “Estás viva”.
Pero no.
Cada letra me mata un poco más.
Cada verso me vacía un poco más.
Y aun así escribo.
Porque si dejo de hacerlo, desaparezco del todo.
Porque no tengo otra cosa.
Porque no tengo Dios.
Ni madre.
Ni amor.
Ni espejo.
Solo esta palabra torpe, esta mentira con forma de consuelo.
Me he convertido en mi propio sepulturero.
Y cada frase es una palada más.
Cada metáfora, un epitafio.
Cada imagen, una lápida nueva.
Pido poco.
Un refugio que no escupa.
Una letra que no muerda.
Una sílaba que me acepte sin querer cambiarme.
Estoy tan cansada de fingirme cuerpo.
De fingirme poema.
De fingirme alguien.
Y si la única forma de estar viva es fingirse poema,
entonces que así sea.
Aunque duela.
Aunque sangre.
Y si no hay palabra,
al menos que haya ruina.
Aunque al final del verso lo único que quede sea esto: Hoy escribo desde el fondo.
Desde lo que queda cuando ya no queda nada.
Desde ese sótano del alma donde guardamos los restos de los que no fuimos.
Escribo.
Aunque no diga todo.
Aunque no diga nada.
Aunque duela más que el silencio.
Porque al menos, escribiendo,
sé que todavía me resisto.
Que todavía no he desaparecido del todo.
No me queda más que la palabra.
Aunque sea torpe.
Aunque sea mentira.
Aunque no cure.
Aunque no abrace.
Aunque no me nombre.
Hoy no quiero salvarme.
Solo quiero ser nombrada, aunque sea por desesperación.
Quiero que el dolor me mire a los ojos y diga:
“sí, estuviste viva un momento”.
Yo no quiero luz.
Quiero una oscuridad que me entienda.
Que me escuche.
Que me diga: sí, aquí también duele.
Y me abrace.
No con brazos,
sino con palabras que arden como alcohol sobre la herida.
Hoy no tengo fuerza.
Pero tengo este poema.
Este vómito.
Esta forma última de decir que sigo aquí,
aunque ya no sepa por qué.
Aunque sea con rabia.
Aunque sea con dolor.
Hoy no lo tengo.
No lo soy.
Y la poesía,
esa infiel,
tampoco.
Y eso me dolió más que todos los colapsos anteriores.
No hubo derrumbe.
No hubo lágrima.
No hubo estremecimiento en el pecho.
Solo una superficie plana.
Vacía.
Como un lago seco al que todavía llaman "laguna" por costumbre.
Hoy no sentí ni siquiera el vacío.
Ni la falta.
Ni el ansia.
Ni el hambre.
Ni el poema.
Solo caminé.
Comí por inercia.
Miré por la ventana sin ver.
Respiré como una máquina que aún no ha sido desconectada.
Y no por resistencia,
sino por costumbre.
¿Dónde está el abismo cuando ya no me habita?
¿Y si el abismo se hartó de mí?
¿Y si fui tan insípida, tan deslucida,
que ni el dolor quiso quedarse?
Hoy no me dolió nada.
Y eso, eso fue peor.
Pensé en llamar a alguien.
Pero, ¿para decir qué?
¿Que el silencio ha sido más fiel que cualquier amor?
¿Que he aprendido a convivir con la ausencia como si fuera un perro viejo que duerme en mis pies?
Nadie quiere escuchar eso.
Y yo tampoco.
Así que me callé.
Y ese callar fue mi acto de fe.
Guardé el cuaderno.
Las palabras.
El cuchillo del verso.
El estómago del poema.
Y me acosté en el suelo.
No para morir,
no para soñar,
solo para estar.
Horizontal.
Neutra.
Desprogramada.
Hoy no soy mi tristeza.
Tampoco mi rabia.
Hoy no soy nada.
Y aun así respiro.
No sé en qué momento me rompí.
Solo sé que hoy lo sentí.
No fue una explosión.
Ni una revelación.
Fue una astilla.
Una pequeña punzada en medio del pecho,
como si algo viejo —demasiado viejo—
hubiera decidido moverse.
Estaba en silencio.
El mismo silencio de siempre.
El mismo que me lame la cara cada mañana
como un perro fiel.
Y de pronto, algo se movió.
Una frase.
Una imagen.
Una ráfaga que no traía viento,
sino olor a algo olvidado:
una esquina de la infancia,
una voz que ya no existe,
una canción que escuché una sola vez y nunca volví a encontrar.
Y entonces lloré.
Lloré como quien recuerda de golpe
que alguna vez fue amado.
Lloré no porque me doliera,
sino porque me había dejado de doler.
Y que regresara el dolor fue como regresar a mí.
Hoy me dolió ser cuerpo.
Me dolió tener piel.
Tener costillas.
Tener ojos que todavía se abren.
Tener lengua.
Tener memoria.
Hoy recordé que fui niña.
No una feliz.
Pero una niña.
Una que creía que la ternura existía.
Que las palabras curaban.
Que escribir era una forma de invocar consuelo.
Hoy volví a verla.
A la niña rota con la boca llena de cenizas.
Estaba en el rincón del espejo.
La vi desde lejos,
pero supe que era yo.
Quise abrazarla.
Pero no pude.
Porque mis brazos ya no sirven para eso.
Solo sirven para escribir.
Y escribir no abraza.
Solo prolonga el grito.
Así que escribí.
No para consolarla,
sino para no borrarla del todo.
Hoy no soy entera.
Pero tampoco vacía.
Hoy soy la astilla.
El fragmento.
La esquirla.
Y eso, aunque no lo parezca,
es algo.
No sé si sea esperanza,
o apenas una forma de traición.
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