20 de Junio.

Llevo días pensándote. Pensando en tus ojos verdes, en el olor de tu pelo, en la textura de tu piel, en la presión de tus besos y en el calor de tu cuerpo. Pensando en si aún recuerdo el sonido de tu voz y en el escalofrío que me recorre la espalda cada vez que, leyendo conversaciones nuestras, encuentro un audio tuyo.

No sé qué prefiero: recordarte toda la vida y no volver a sentirte, u olvidarte para siempre y perder partes mías que solo viven en nuestra historia.

En cualquier opción voy a sufrir.

No espero que me entiendas, yo tampoco te entendí nunca. Siempre fuiste siete veces más grande que yo, un enigma, una ecuación, una historia, un amor. Te quedé chica.

Te juro que lo intenté: olvidarme de todo y seguir nuestras vidas. Pero un futuro con vos se veía nublado, y cada vez estaba más cerca de aceptar que, si se concretaba, me iba a inundar una tristeza más grande que ambas, más grande que vos. Y no pude. No dejé de pensar en el rojo de su pelo y en lo bien que quedaba con tus ojos verdes. No dejé de recordar las risas de los demás cuando contabas el pico más inocente que diste en tu vida, y en cómo esas onomatopeyas divertidas eran, en realidad, una burla hacia mí. No dejé de sentirme chica al lado tuyo y burlada al lado de tus seres queridos. No dejé de sentirme perseguida, desconfiada, insuficiente. No dejé de sentirme menos yo.

Me perdí. Me perdí tratando de sostenerte y de dejar pasar, como si fueran invisibles, todas las faltas que me lastimaban. Me perdí aquel 20 de junio, me perdí en Buenos Aires, me perdí en tu mano.

Hago lo que puedo. Lloro todos los días. Me abrazo a mi inocencia y a mi consciencia. Me abrazo a mis lágrimas y a mis dolores de cabeza. A lo distinta que es la vida sin vos al lado, y a lo mucho que me gustaría que la conocieras.