Hoy me levanté con la certeza de que ya no estoy.
No sé cómo decirlo sin traicionarlo todo.
No estoy.
No estoy.
No estoy.
Y sin embargo, habito esta carne.
La transito como un cuarto ajeno, con las luces apagadas y los espejos cubiertos de trapos húmedos.
¿Quién dejó este cuerpo abierto, como una habitación en ruinas?
¿Quién sigue respirando dentro de mí, si yo ya no soy?
A veces me busco.
Como quien busca una tumba sin nombre.
Me repito palabras: “yo”, “aquí”, “soy”,
pero no suenan.
No retumban.
No existen.
Las digo y se me deshacen en la boca como pan mojado.
Hoy, esta mañana, me miré al espejo y no reconocí ni los huesos.
La piel colgaba como si alguien la hubiera puesto mal.
Mis ojos, esos dos agujeros vacíos,
llenándose de insectos que no se ven,
pero están ahí, roídos por algo que no puedo nombrar.
Vi mi reflejo y sentí náuseas.
No por la fealdad.
No.
Sino por la ausencia.
Era un cadáver intentando imitarme.
Escribo para no gritar.
Escribo porque, si dejo de hacerlo, me disuelvo.
Pero cada palabra es una fractura.
Cada frase me desgarra.
¿Quién soy en esta lengua rota?
¿Quién me habita cuando todo dentro de mí se desgasta, se borra, se huye?
Estoy cansada.
Cansada de hablarle a nadie, de ser nadie, de buscarme en voces que no me nombran.
He comenzado a borrar mis diarios.
Los leo, los odio, los tacho, los quemo.
Porque mentí.
Mentí cada vez que dije “yo”.
Mentí cada vez que intenté comprender algo que no tiene forma.
No hay comprensión posible para lo que soy.
Ni contorno.
Ni fondo.
Solo fragmentos vacíos.
Camino por la ciudad y me pregunto si los demás sienten este hueco en el centro del pecho.
Si también escuchan esta voz que dice:
“Desaparece.
Bórrate.
No eres necesaria.”
No es tristeza.
No es depresión.
Es algo más.
Un silencio más profundo que la tristeza.
Una no-existencia que se arrastra en los tobillos,
que lame las plantas de los pies cuando duermo.
He dejado de comer.
No por vanidad.
No por control.
Sino porque siento que la comida intenta retenerme,
quiere mantenerme aquí, en este mundo,
y yo no quiero.
Quiero desintegrarme.
Ser solo humo.
Ser solo un residuo.
Un recuerdo borroso en la memoria de nadie.
El amor,
la familia,
las promesas,
todo me parece una farsa para que el mundo no se desplome.
Quiero convertirme en sombra.
En polvo.
En una carta sin remitente.
Hoy no lloré.
Hoy no grité.
Hoy no hice nada.
Y sin embargo, fue el día más terrible de todos.
Porque entendí que ya no duele.
Y cuando ya no duele,
es porque ya no hay nadie adentro para sentirlo.
Fragmentos de un despertar roto, un desmoronamiento lento,
como si la propia existencia se deshiciera
en el acto de recordar lo que no fue,
lo que nunca será.
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