Me puse una venda en los ojos mientras caminaba por mi jardín. Todo parecía tranquilo hasta que un huracán llegó sin previo aviso. Las nubes ocultaron la luz que daba vida a la vegetación, y su fuerza descomunal causó estragos que no quise sentir, porque el huracán me susurró que me amaba.
La tormenta desbordó el lago, inundando mi jardín. Las aguas heladas me golpearon con la intensidad de mil puñaladas en la espalda. El impacto fue tan brutal que la venda cayó de mis ojos, y al fin lo vi todo con claridad. Pero ya era tarde: estaba flotando, perdida, sin saber qué hacer.
Me aferré a las flores, mis aliadas, que me dijeron que estarían allí para mí. Con el alma temblorosa, reuní el valor y le grité al huracán que se fuera de mi vida. Esas fueron las palabras más difíciles que jamás pronuncié, porque fui yo quien le mostró el atajo hacia mi jardín. Le prometí confianza, y él juró que lo cuidaría. Tonta de mí, le creí.
Ahora maldigo cada instante en que dejé entrar al huracán que lleva tu nombre.
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