No puedo definir
mi localización en el mundo.
No puedo nutrirme,
no puedo desde lo profundo.
Las imágenes se dispersan,
se disipan entre la ataraxia
y yo, antónimos por naturaleza.
En una dehesa de escombros,
en un edificio derruido:
entre el llanto primero
y la sombra me encuentro.
La llanura de mi seso
y la conversación de moda:
yo, y yo sobre mí y conmigo.
El deceso. El límite
que ya no es un punto
en el horizonte
al que quiero atraer.
El deceso. El nuevo linde
que a su albedrío
me siembre, pode
y envenene.
Comida en forma de hiena
que colma la lumbre
de mi condena.
Y en otra mañana
el mundo será ajeno de nuevo.
Y es ahí donde la comida
toma forma de herida;
a veces de diálogos dispersos,
envuelta a veces en gabardina,
otras luce como una cabellera.
¡Y siempre inamovible,
siempre,
con su potestad sobre el desierto!
No puedo salir del charco
de mis pulmones,
no quiero pensar
en que son míos,
no puedo creer
que no los abandone.
No puedo.
No puedo rodear al sol.
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