Día a día,
centellaba cual estrella,
distante y ardiente,
para ella,
cuya valentía para querer,
brotó en mí
una flor blanca:
aroma de suaves notas,
y en sus pétalos,
una canción.
A las once:once,
le emocionaba la hora mágica.
Deseaba en silencio;
cuando juntaba sus manos delicadas,
ansiaba que, en aquel deseo,
mi nombre fuese pronunciado.
Detrás de su mirada entristecida,
la luz de su sonrisa iluminaba mi vida.
Tan solo al murmurar sus "te quiero",
me atrapó en sentimientos puros,
de los que florecen en invierno.
Pero el tiempo la desvaneció,
nuestro destino se hizo presente:
ya no fueron las once:once.
La noche cayó.
Desde entonces, sus alas batieron el cielo,
y las estrellas fugaces
han llorado luminosas líneas cóncavas
para atravesar el firmamento.
Míos son los sueños;
nuestros, los desencuentros,
pues nos hemos despedido en el apogeo lunar
de los deseos inalcanzables.
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