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1. Catamarán

Mar 31, 2025

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1. Catamarán
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1. Catamarán

“Come on baby, don't let me cry…”, se escucha desde los parlantes lo que reproduce la púa al recorrer los surcos del disco en la bandeja. Charles Bradley me canta el estribillo de “The World (Is Going Up In Flames)” mientras relojeo las milanesas de carne en el horno eléctrico. Todavía estoy intentando agarrarle la mano a la cocina eléctrica que me instaló el consorcio del edificio hace dos semanas. Una inspección por una pérdida de gas les hubiese generado más pérdidas que el divorcio de Jeff Bezos.

Abrí la tapa del horno, saqué la fuente de vidrio y la apoyé en la mesada. Agarré un cuchillo Tramontina, corté una milanesa al medio y vi que todavía estaba roja. Volví a meter la fuente, bajé la perilla del calor para que se cocinen más lento. Antes de ir al sillón, pasé por la heladera y saqué una lata de Stella Artois. Sara estaba desparramada en el dos cuerpos.
—A ver, gachicha, haceme un lugarcito —me senté al lado de mi gata y abrí la cerveza. Psst-clack. El mejor sonido del mundo después de una guitarra con pedal fuzz. Sara estiró sus patas, soltó un “prrr” y se acomodó junto a mis piernas. Tomé un sorbo y cerré los ojos. Con la otra mano acaricié la cabeza suave de Sara. “Gotta be a better world...”, exclama Carlos Bradley. Me dejé llevar por los vientos de la canción hasta que el celular vibró. En la pantalla, el nombre de Javier. Atendí.
—Tomás Seisdedos, ¿todo bien? —la voz ronca del director de la agencia de detectives Brooks & Asociados.—¿Sarco, estás ocupado?
“El Sarco” es mi alias laboral. Significa “sarcástico” en Nadsat, idioma inventado por Anthony Burgess en “La Naranja Mecánica”.
—Estoy a dos meses de jubilarme, cocinándome unas milanesas y escuchando música con mi gata. El prime es eterno —le contesté.
—Dale, viejo viagrero. ¿Te abriste TikTok hace cuánto? —me respondió y se echó a reír.
—Lo de viejo está de más. ¿Qué querés, boludo? Son las diez de la noche.
—Una clienta sospecha que el marido la engaña. ¿Lo querés agarrar?
—¿De cuánta rúcula estamos hablando?
—La suficiente como para que te retires tranqui. Ya sabés que las celosas son las que más garpan.
—Éticamente difiero, pero profesionalmente, te escucho.
—No te hagás el progre, Sarco. Te gusta más la guita que tener razón.
—¿Cuánto entonces?
—Treinta lucas.
Escupí la cerveza. Sara saltó del susto.
—¿Treinta verdes por espiar a un tipo?
—Dicho así, nuestro trabajo parece una boludez.
—Es una joda, Javier. Mañana paso por la agencia y me contás.
—Dale, te espero a las nueve.
—Entonces llego a las diez.
Rió y cortó. Le di otro sorbo a la cerveza y miré a Sara.
—Con esa guita, Sarita, te prometo que… ¡LAS MILANESAS! ¡QUÉ VIEJO PELOTUDO!

A la mañana siguiente salí de mi departamento, crucé la Plaza Lavalle y fui hasta el Obelisco. Después agarré derecho por la Av. Roque Sáenz Peña, en dirección a Puerto Madero, donde está la agencia.
“Ohhhhh, ¡yeah! ¡Let's go!” La voz de Jon Spencer en los auriculares alegró mi caminata. Llegué a la puerta del edificio, puse el pulgar derecho en el sensor y entré. Subí al segundo piso y entré a la oficina de Javier.
—Buen día, jefecito —me senté frente a su escritorio.
—¡Buen día, Tomás! ¿Cómo salieron esas milangas al final?
—Me acordé del día que velaron a mi viejo. Pensé que había sido lo más duro que viví… hasta que mordí una milanesa.
—¿Por qué, Tomás? ¿Qué necesidad de irte siempre dos pueblos más lejos?
—Bueno, contame de la celosa.
Javier se levantó de la silla, se dio vuelta y sirvió dos tazas de café de la máquina. Le agradecí cuando me alcanzó una.
—No puedo creer que ya te jubiles, Tomás. Cumplís sesenta pirulos en un mes y al otro te vas. Voy a extrañar verte acá en la oficina.
—Javier, si te gustan los hombres, no pasa nada, eh —le dije.
—¡Ja, ja, ja! Sos terrible, viejo. ¿Cuántos casos resolviste en todos estos años? —preguntó y se acercó la taza para darle un sorbo.
—Te soy honesto, perdí la cuenta hace rato.
—Me encanta. Aparte de cínico, humilde también —respondió, y agarró una carpeta que estaba al costado de la mesa—. Bueno, te cuento. La mina se llama Cristina Mazzei, tiene 56 años. Una cheta la vieja… terrible. Llamó anoche, muy enojada, para que espiemos al marido. Me dijo que tiene un velero en el Puerto de Olivos y sospecha que está viéndose con alguien ahí, porque ya van varias noches que no vuelve a la casa a dormir.
Mirá, esta es la foto del velero que nos mandó. Y después, cuando le pregunta que dónde durmió, que dónde estaba… y bueno. Obviamente se hace el boludo.
Agarré la foto que había sacado Javier de la carpeta y la miré. Era un velero a motor de unos ocho o diez metros de eslora, color blanco. Calculé que podría ser de los años noventa por el diseño del casco y la madera de teca que cubre la cubierta. En la foto, el velero estaba de frente, es decir, la proa apuntaba hacia mí. Por el lado de estribor (el derecho si miramos el barco desde atrás hacia adelante), tenía pintado el nombre: “Umoja”.
—Unidad —pensé en voz alta.
—¿Qué? —me preguntó Javier, sorprendido.
—Fijate acá, el nombre del barco es “Umoja”. Significa “unidad” en maltés —le dije, señalando la foto.
—¿De dónde sabés esas cosas? Sesenta años y todavía sos una caja de sorpresas —me dijo—. ¿Te suma en algo ese dato para este laburo?
—La verdad que no. Solo quería tirarte en cara que recorrí gran parte del mundo y que tengo una excelente memoria visual.
—Ah… Tomás. Bueno, boludo, dale. Te dejo acá los detalles. Leé todo tranquilo y cualquier cosa me llamás. Esto lo vas a hacer de taquito y encima te llevás treinta lulú verdes.
Despedí a Javier con un abrazo, bajé por las escaleras y salí del edificio.
“My daddy was a bank robber, but he never hurt anybody. He just loved to live that way and he loved to steal your money.” La voz de Joe Strummer me acompañó en el regreso a casa.

Durante los tres días siguientes, por la noche, estuve de centinela observando el Puerto de Olivos. Dejaba mi auto en el estacionamiento, mirando hacia el este, en la intersección de las calles Matías Sturiza y Víctor Dumas. Desde ahí podía vigilar el velero en cuestión, amarrado en el muelle justo frente a mi posición, así que tenía una vista detallada de los movimientos.
Siempre, a las veintidós horas, una mujer de aproximadamente un metro noventa —muy alta, morocha, con un vestido ajustado al cuerpo— aparecía caminando desde la esquina de Corrientes y Víctor Dumas, a una cuadra al sur del velero. Se acercaba a la puerta de ingreso al muelle, sacaba una llave de su cartera, entraba y caminaba directo hacia la popa del “Umoja”. Al tipo, nunca lo vi. Tenía su descripción en la cabeza gracias a una hoja que me había dado Javier, escrita por su clienta, Cristina Mazzei: “Pelo cortito, canoso. Debe medir uno setenta, por ahí. Siempre está de chomba negra o azul y un suéter Lacoste azul Francia cuando está fresco. Pantalón chupín de jean y unas zapatillas marrones o blancas. Agarren al pelotudo este, por favor”.
Javier sabe que lo que debería filtrar en los pedidos de los clientes y clientas… me divierte. Lo que más me llamaba la atención, noche tras noche, era: ¿por qué esta mujer tenía llave para ingresar al muelle? Por lo general, esos accesos son exclusivos para los capitanes que registran sus embarcaciones en la administración del puerto una vez que amarran su navío. ¿Se la dio el esposo de Cristina Mazzei? ¿Le hizo una copia?

Registré los movimientos con mi cámara reflex Nikon. Volqué todo en detalle en un documento de Word: horarios, fotos, descripciones, la entrada constante de la mina al barco.
Tres noches bastaron para notar la rutina de la amante. Según la info que me pasó Javier, hacía una semana que el tipo no dormía en su casa. Por lo tanto, según mi experiencia, era obvio que esto iba a continuar el mismo curso por varias noches más. La adrenalina de los amantes. El encanto de la novedad.
Pero no tenía pruebas de él. Por primera vez, en treinta y cinco años como detective privado, una corazonada me hizo sentir que faltaba una pieza en el asunto.
“En fin, que se manejen y a por esas treinta luquitas verdes”, pensé.
Solo quedaba esperar qué haría Cristina Mazzei después de que Javier le pasara toda la información.
Esa misma noche me mandó un mensaje:
“La celosa se va a aparecer en el velero mañana a las veintidós horas. Quiere agarrar infraganti al marido.”

Le llené a Sara el bowl de agua y el de alimento balanceado. Salí de casa. Compré un six pack de Stella Artois en el kiosco de la esquina. Subí al auto, dejé las birras en el asiento del acompañante y me puse el cinturón.
“I should'a quit you, long time ago / I should'a quit you, baby, long time ago…”
El blues de Howlin' Wolf se apoderó del auto. Agarré Avenida Santa Fe. Crucé Avenida Cabildo y luego Avenida Maipú, hasta llegar a la calle Corrientes. Seguí derecho hasta que doblé a la izquierda, sobre Víctor Dumas. Estacioné en el lugar de siempre y esperé. Tenía seis birras para presenciar el quilombo que estaba por pasar.

A las veintidós horas apareció la mujer morocha, y de nuevo, la misma secuencia: abrió con llave la puerta del muelle, entró y se dirigió al barco. Cinco minutos después, una mujer apareció corriendo hasta la misma entrada del muelle. La abrió de un hombrazo, porque la morocha —la amante de su esposo— la había dejado sin llave. De pronto comenzó a vibrar mi celular. El nombre de Javier apareció en la pantalla. Atendí.
—Javi, querido. Por favor, mañana juntemosnos así te cuento el despelote que se va a armar en breve —le dije, mientras tomaba un sorbo de la lata de cerveza.
Lo que sentí a continuación, al oír las palabras de Javier, fue proporcional a lo que sintió Ana Frank cuando la encontró la Gestapo.
—¡TOMÁS, LA RE CAGAMOS! ¡NO ERA ESE EL BARCO… EL VELERO… ¡NO SÉ QUÉ PORONGA! ¡LA PELOTUDA ESTA NOS MANDÓ ESA FOTO, PERO NO ERA ESE VELERO! ¡ERA EL CATAMARÁN QUE ESTÁ ATRÁS, PORQUE NO PODÍA PASAR AL MUELLE PARA SACAR UNA FOTO Y LA SACÓ DESDE LA CALLE!

Tiré la lata de cerveza y salí a los pedos del auto. La puerta del muelle estaba abierta. Corrí detrás de Cristina, que ya había pasado el “Umoja” y estaba dentro del catamarán que le seguía, a cuatro barcos de distancia.
Salté a la popa y entré por la puerta que conecta a la cabina principal. Lo que vi a continuación fue más surrealista de lo que podría haber imaginado Dalí.
—Javier. ¿Qué carajos estás haciendo? ¡Sacale el fierro de la cabeza a Marcela! ¿Qué mierda es todo esto?
Javier estaba apuntando una Beretta 92, nueve milímetros, a la cabeza de su esposa, que definitivamente no era Cristina. Marcela lloraba, de rodillas, sobre la madera que separa la cubierta de la cabina de la sentina del barco.
—Tomás, Sarquito… quizás jamás vas a entenderme porque vos nunca te casaste, no tenés hijos. Siempre fuiste un hombre libre. Tenés a tu gata nomás, ahí, ronroneando por tu departamento en Tribunales. Yo no puedo más… esta mina me cagó la vida… treinta años de casados… ¡treinta años de perdición! Y perdón que te metí en esto, pero me pareció lo más prudente… porque yo a vos te aprecio mucho… y armé todo este circo para que te jubiles tranquilo —la mirada de Javier estaba totalmente perdida.
—Javier… por favor. Bajá el arma, mirame. Charlemos. Y explicame… ¡¿qué verga tiene que ver mi jubilación con que estés encañonando a tu mujer?!
—Porque sos el único que me va a ayudar a tirar el cuerpo de ella al río cuando apriete el gatillo.
Javier desvió la vista a la mesa de la cabina principal. Seguí su mirada y observé un maletín lleno de dólares. Muchos. Quizás cinco veces más de lo que había prometido Cristina.
Volví mi mirada a los ojos rojos de Marcela. Pensé en mi gata.
El estruendo hizo volar las palomas del puerto.

Abrí lentamente los ojos después de escuchar el casquillo de la bala resonar en el piso de la sala principal. Primero miré a Marcela. Su mirada ya no estaba clavada en mis ojos, sino detrás mío, como si estuviera viendo un fantasma. Su cabeza seguía morfológica y biológicamente ordenada. Javier miró su pecho sangrando y se desplomó de espaldas al piso.
Giré la cabeza hacia atrás y la vi: ese metro noventa. La mujer alta que había visto entrar al Umoja durante tres noches seguidas. Sostenía un revólver Colt calibre .38, humeando en su mano izquierda.
Pensé que era la coartada perfecta de Javier para meterme en su quilombo. Que en sus visitas al catamarán había aprovechado la casualidad de esta mina llegando a la misma hora, todas esas noches, para inventarme un último laburo y encubrir su plan. Pero entonces, ¿por qué carajos esta mujer está acá y le metió un balazo a Javier?
Mi cabeza estaba a mil por hora. La torre de metro noventa me miró, acercó su mano derecha hasta la cabeza, se quitó la peluca negra… y floreció su pelo rubio ceniza. Su verdadero pelo.
Se sacó los lentes negros. Mis ojos se abrieron, como si estuviera viendo a Papá Noel por primera vez.
Oi, oi. Tomás.
Ese acento me hizo erizar la piel. Lo conocía. Ese acento dutch me revivió el recuerdo de lo que sucedió aquella larga noche en Breda.

Jairo Gramajo Pelayo

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