Hacia un año que los hermanos Van Gogh se habían mudado a Paris.
Vincent y Theo tomaban el tren en la estación Saint _ Lazare. Solo dos paradas los separaban de su destino final, el lugar natural para los amantes del placer de fin de semana.
Asnières , estaba muy cerca de la ciudad. Por eso sus cafés y restaurantes solían llenarse con excursionistas parisinos, que se trasladaban hasta allí para ver o participar en las regatas de vela y remo, nadar, o montar a caballo.
Vicent, en una carta a su hermana Willemina, le escribe que, en ese lugar frente al Sena, encontró el color.
Modificó su paleta y estilo y ese entorno natural lo inspiró tan intensamente que su obra en ese periodo fue prolífera. Y en la primavera de 1.887pintò el óleo, El restaurant Rispal en Asnières.
Es una pintura vertical que representa una tranquila escena callejera con personas cruzando la calle o caminando por una acera. Y en el plano intermedio, se levanta un edificio de tres pisos, con techo inclinado y paredes blancas. Chimeneas de ladrillos y ventanas con persianas verdes. Sobre un muro en grandes letras azules dice Restaurant Rispal y hacia la izquierda se repite el nombre sobre listones naranjas.
Seguramente los hermanos disfrutarían buenos momentos y ricos platos allí, y por eso el artista lo inmortalizó con pinceladas rotas y áreas empastadas sobre la tela.
Entretanto, al otro lado del mundo, tan lejos que la primavera se vuelve otoño, un niño, casi como inmerso en un lienzo del neerlandés, corre entre girasoles y campos de trigo. Se llama Juan, tiene siete años y ya tiene bien en claro que eso es lo que quiere. La siembra, las semillas, el fruto de la tierra que lo vio nacer y que no palpita bajo sus pies sino en su corazón.
Sus padres hace un tiempo llegaron desde Francia y allí plantaron nuevas raíces.
Cerca hay un arroyo que deja sus aguas en el Salado, y está bordeado de flores tan silvestres como azules. Tan azules como las letras sobre los muros de aquel restaurant.
Él vio el Sena en los libros que le gusta leer y escuchó su nombre con acento francés entre las paredes de su casa.
Tal vez su gran imaginación y la fantasía infantil, lo hayan llevado a soñar con un pintor lavando sus pinceles en el río y ver correr con fuerza el agua que después de miles de kilómetros de viaje llegó para teñir los pétalos que guarda entre las páginas.
Juan se hizo hombre y formó su familia. Tuvo ocho hijos. Una de ellas fue mi abuela materna.
Él se llamaba Juan Esteban Rispal.
Nunca sabremos, si los dueños de aquel restaurant que recibía cada fin de semana a Vincent Van Gogh serían familia. Pero lo que si es cierto es que no es un apellido demasiado frecuente, así que tal vez fueran rama de algún mismo árbol.
Hoy tantos años después, en la Patagonia, un lugar pequeño, sencillo y casi mágico se envuelve de aromas que mueven emociones y le dan sabor no solo al paladar sino a los recuerdos. Todo es tan artesanal que parece remontarse a las épocas de aquella pintura de las afueras de Paris.
Fermentan las piezas de manera natural. Cultivan una masa madre joven que refrescan cada vez que hacen el pan. Solo utilizan ingredientes naturales. Los granos son sembrados y molidos a piedra en la cordillera chubutense. Y en cada amasado a mano, el corazón de la mesa de trabajo suena lo mismo que el de una madre. Vibra como ella, manos con harina, caricia, aliento, ejemplo, amor y su apellido.
La presentación reza
“Somos Rispal y te damos la bienvenida”
Mucho ha llovido desde Asnières hasta aquí.
En Puerto Madryn, muy cerca del mar, se levanta el Obrador Rispal @obrador.rispal, donde la fórmula, harina, agua, tiempo da sus buenos frutos, porque la masa madre aporta mejor conservación, aroma y sabor.
Si pudiese retroceder más de un siglo, reservaría mesa en el restaurante frente al Sena, tal vez el aroma a pan caliente igualarìa al del obrador y hasta quizás degustaría exquisiteces laminadas a palote, con manteca y almíbar cítrico.
Entre el ruido de platos y cubiertos distinguiría las voces de un par de hermanos holandeses, y hasta podría observar las manos de uno de ellos manchadas de color azul.
Y antes de retirarme, pediría conversar con alguno de sus dueños, para luego emprender el viaje, cruzar por completo el océano y al otro lado encontrar a Juan. Llegar y en silencio observarlo con los ojos húmedos de emoción y orgullo, porque sé que vivirá para trascender. Que la perfecta caligrafía, repleta de arabescos con que escribe su apellido se repetirá en muchos documentos de su descendencia y que, aunque no imprimamos credenciales, otros lo llevamos bajo la piel, de manera tan intensa que busca salir y convertirse en piezas tan nobles como el pan o en relatos que narren su historia.
Alguna vez leí (1) “De esos y aquellos venimos, tenemos empuje, ilusiones y demás. De esos con los cuales somos parte de todo.” Y concluye “Eres el sueño realizado de todos tus ancestros”.
¡Ojalá asì sea!
Miriam Rodriguez Roa
(1) Bert Hellinge
Miriam Rodriguez Roa
Soy auxiliar psicoterapéutica (laborterapia y arteterapia). Me encanta escribir y cuando lo hago, sumo mi apellido materno. Son mis raíces y sellan mis sentires en una firma.
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