Melisa convive con una idea incongruente de familia. Hija de una madre y de un padre, de una mujer y un hombre, de una humana y un humano. Tan falibles, tan mortales.
La madre, mujer de visiones artísticas, dueña de la verborragia, es la misma que le recrimina a su hija el faltar a la Iglesia luego de manifestarle “desearía que no hubieras nacido, así no me serías tanto problema”. Solventó sus penas de marido en marido y fue, a ojos de su hija, una mujer fácil. Jamás una madre fácil, quizá le hubiera ido mejor a su hija.
Si ese hubiera sido el caso, la idea de familia de Melisa no se basaría en zanjar la falta de su madre, en sobreproteger al crío que deseó con todas sus fuerzas, que buscó, pero que no estaba lista para tener. Lo tuvo, debía parchar lo que no hizo la abuela.
También intenta dibujar la figura de su padre. Él, muerto ya hace tiempo, estaba presente en el dinero, en los regalos, en las mañas de cada día, cumpliendo caprichos a diestra y siniestra, privándole la plata a madre y agrediéndola a puertas cerradas.
Fueron treinta años de carencias mal entrazadas. Treinta años, contaba Melisa, cuando el corazón dijo “basta” y el viejo palmó a rumbo nuevo.
Ella todavía lo extraña. Su presencia, al menos, su entidad era alguien a quién podía acercarse, tocar, abrazar. Después, ¿importaba o se acordaría de los portazos, los platos rotos, los llantos resquebrajados? ¿La voz de su madre llamando “socorro”, a su padre agarrándola del cuello? ¿La caja de leche partiéndose contra la pared, el palo del lampazo quebrándose en la espalda de ella para proteger a sus hermanos, la plancha hirviendo cayendo al suelo?
De nada se acordaba, era una amnesia recurrente. Más cuando se enganchó de aquel pibe del barrio, con quién fogosamente encendía desamparos en una cama chica del departamento viejo donde se mudó, lejos de su vieja. De ese momento, en un suspiro, nació la decisión ambivalente de sus próximos días. Una calentura, un jugueteo, arrimando almas. Nueve meses después nació la decisión, ¿para qué naciste?
“Sos el amor de mi vida, chiquito”.
El niño no entiende, pero sonríe. Las puteadas tampoco las comprende, pero ella pasa del amor al odio. Le grita, le insulta, ¿qué culpa tiene de tener apenas unos meses en esta vida? Es el otro, el padre. No es como su padre, el abuelo, que era violento pero presente. Este padre es otra especie, violento y ausente.
Ella, a su vez, se torna en la madre violenta, calco de la abuela, pero presente. Pero aún tiene esperanzas de que esa familia funcione así de incongruente.
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