El estigma de su eterna vida estaba marcado por su maravillosa memoria. Por buena suerte, o quizá por una inevitable desgracia, Nana jamás olvidaba un rostro, un perfume, una voz. Habría deseado transitar las callejuelas que ya se sabía de memoria sin percibir la presencia de aquellas almas pasajeras que habían dejado su lado décadas atrás, aun si ella tuviese tendencia a huir primero que cualquiera con tal de que su controvertida existencia no se volviera un secreto a voces a lo largo de los siglos.
Su oído se agudizaba al son de los recuerdos que brotaban de pasadizos ocultos en las grandes avenidas, donde una vieja tonada amarga de piano la remecía desde la base de su espalda y su mirada buscaba por todos lados la fuente, esperando, quizá, encontrar un alma amiga que le tendiera la mano por el resto del tiempo que le quedaba, si es que alguna vez fuera a terminarse. Pero el pasar de los años es injusto y el cuerpo terrenal, transitorio; había veces en las que extrañaba aquella sensación de «humanidad» que llevaba tantos siglos sin experimentar, pero ¿era acaso posible sentir nostalgia por algo que tuvo por tan poco tiempo? ¿Era posible volver a sentir ese miedo a la muerte que la aquejó una vez durante sus tempranos años de mortalidad?
De sus venas ausentes de sangre brotaba el deseo egoísta de haberles dado el regalo de la inmortalidad a sus allegados cuando tuvo la oportunidad; tenía ideas y arrepentimientos que trataba de reprimir cada vez que sus oídos vibraban al poner un pie en el antiquísimo camposanto en donde alguna vez quiso descansar, y mientras el nombre tallado en la piedra mohosa se volvía cada vez mas borroso ante sus ojos, el filo de sus colmillos presionando al interior de su labio inferior le recordaban el inevitable ritmo de su soledad.
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