En las vísperas de su cumpleaños número veinticinco —mismos que se han repetido por ciento cincuenta y seis años—, Nana se dejó envolver por un manto de deseo y pavor. Podía haber sido la puesta en escena más erótica que su menudo cuerpo alguna vez hubiera protagonizado, pero el miedo que condenaba sus pensamientos la privaba de toda excitación que pudiera sentir, temblando bajo las caricias inofensivas que delineaban su figura. Las manos de él se habían hundido con firmeza en su cintura mientras que la última hebra de su camisola se mantenía pendida de su hombro al descubierto, amenazando con precipitarse hacia el suelo gracias a la ventisca que hacía flamear el chifón de su falda.
La vorágine de emociones que se desataba con furia le hizo cerrar los puños, como si conservar su natural deseo de envejecer algún día dependiera de ello. Él, por otro lado, lo interpretó como una señal de pasión incipiente y desesperada que nacía tímidamente desde las falanges de la frágil nínfula que aprisionaba en su abrazo.
—Mírame, amor —su voz gutural entonó con parsimonia en la quietud de la noche.
Las rodillas de Nana flaquearon cuando sus ojos perdidos hallaron un ancla en la mirada ajena, solo para encontrar un fulgor carmesí que se intensificaba con cada latido. Y aunque el miedo se arremolinaba en su interior, su cuerpo respondió al llamado de una lujuria que ignoraba sus pensamientos, buscando refugio en la penumbra que los envolvía.
El lecho la recibió con delicadeza y las sábanas sostuvieron su último vestigio de humanidad cuando los besos que calmaron sus nervios se deslizaron como un filo suave sobre su yugular. Sus párpados fueron incapaces de contener sus lágrimas, así como sus cuerdas vocales no pudieron retener un segundo más el desgarrador sollozo que quebró el silencio que los rodeaba. Presa del desespero, su llanto se ahogó en los tintes rojos de su propia sangre, que salpicaron en la blanquecina almohada de pluma. Su temblorosa mano ascendió intentando en vano detener el flujo de su vida que se escapaba lentamente, hasta que el peso del sueño se hizo insoportable, y la figura nebulosa de su amado se desvaneció en la penumbra.
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