El despertar de Nana fue anticipado por las caricias frías del viento, que, tímidas, ascendían por sus piernas. Podía sentir su piel erizada y un ceño fruncido adornó su serena expresión, el descanso interrumpido por el anuncio inesperado de que seguía con vida. Su mirada borrosa aclaró tras cada prolongado pestañeo, mientras el dolor sordo que se alojaba en el costado de su frágil cuello, e irradiaba hasta el borde de su hombro, la inmovilizaba, manifestándose como el fiel estigma de que nada de lo que había vivido era un sueño, quizá, demasiado lúcido.
Las sábanas, limpias de todo rastro de su sangre, se sentían frías al tacto y trató de deslizar la mano a lo largo de estas en busca de que sus yemas tibias se encontraran con el calor de su amado, pero su ausencia bastó para que intentara incorporarse. Se mordió los labios al hacer el amago de girar la cabeza, entonces él atravesó el umbral, cargando una daga que relució cuando la luz de la luna encontró su pulcro filo. El andar del hombre era suave, pero sus pasos parecían resonar con seguridad en los oídos de Nana, quien fruncía el ceño con hastío al percibir los sonidos de su alrededor con mayor nitidez.
—Permíteme ser tuyo —pronunció, a la vez que alzaba el puñal hasta tocar la barbilla de la joven, cuyos ojos albergaban el reflejo de la noche—. Bebe de mí.
Y tan pronto como su voz se desvaneció en el silencio, un corte se trazó sobre su piel. La sangre brotaba desde la muñeca con tal gracia que hizo a —ahora— Malena experimentar un deseo irresistible de tomarlo y, por primera vez, sintió sus colmillos hundiéndose en la carne de su sedienta boca; sus manos se cerraron con tal fuerza que sus músculos temblaron y sus ojos buscaron los de él, que despedían una chispa suplicante. Ella no sabía de qué manera dejarse llevar.
—Por favor, Malena… —Susurró su amante, casi en un ruego, dándole vida a aquel nombre que hasta entonces había sido un secreto susurro en su mente, el nombre que ella siempre había deseado llevar como propio.
Sus labios, trémulos, se posaron en la piel húmeda de su antebrazo, bañándose del elíxir bermejo que brotaba de la hendidura. Al sentir la saliva inundar su boca, su lengua se escabulló hacia el exterior, impregnándose del sabor salado de la sangre y, ascendiendo sin apuro hasta la fuente de la misma, le limpió como si de un acto ritual se tratara. Quiso morderle, abrir la herida. Devorarle por completo. Sin embargo, los vestigios de su humanidad se manifestaba en medio de la fiereza que encarnaba su nueva naturaleza; retrocedió entonces, con un último hilo rojo pendido de su boca, saciada de todo deseo de poseer su esencia.
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