Hay palabras pudorosas que no me permiten conectar con mis sueños. A pesar de la cuestionabilidad de Freud, creo que tiene razón en que los sueños son la puerta trasera del inconsciente, donde se manifiestan deseos y pensamientos reprimidos que no podrían salir de otra forma.
Mis sueños son una llamarada fogosa de vulgaridades a las que nunca tuve acceso. Podrá ser por una familia conservadora, por una enseñanza eclesiática, por pudor. Por ser enseñada que el pudor es el valor más importante en una mujer, sino es una mujer rota, una mercancía fallada. Sin embargo, no solo me encierra ese pudor a las cosas naturales de la vida y a los apetitos prohibidos, sino que también me encajona en una soledad inaudita. No puedo conectar con otras personas de la manera en que muchas lo hacen. Quizá ni siquiera acercarme a alguien de esa manera porque algo me retiene, me enciende una alerta en la cabeza y me inmoviliza. Es una especie de pánico ajeno a mí pero muy mío. Yo no lo creé, no lo cultivé, pero está ahí, latente como una situación potencial. Jamás podría imaginar mi cuerpo desnudo, vulnerable. No fui creada para sentirme vulnerable. Pero tampoco encuentro poderío en la desnudez, siento al cuerpo tan imperfecto sentir poder sería sentirme tonta.
Late, latente, está en todas las ideas preconcebidas de los cuerpos. En las revistas, en las redes, en los vídeos. La idea de sanidad va relacionada con la de un cuerpo perfecto, el mío no lo es. Pero, ¿qué considero un cuerpo perfecto? ¿Existiría en mi mente la idea de poder en la intimidad, en la desnudez, si el cuerpo fuera perfecto? Quizá no. Porque la insatisfacción con la imperfección es más fuerte que la conformidad.
Es una libertad prohibida en este mundo, el mundo que me crió, la conformidad con mi cuerpo. El pudor es un arma de doble filo, que te aleja de los demás en las situaciones naturales y que te mantiene inseguro en la plenitud.
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