El ambiente festivo abrazaba entre vahos de tabaco quemado a todos los presentes; un calor de todo menos sofocante consumía y avivaba las emociones y sacaba a flote deseos que, a la luz del día, habrían permanecido ocultos bajo el hermetismo de los trajes. Los hombros chocaban entre sí, entre las notas bailables que emanaban de los brillantes saxofones, cuyo metal destellaba por la luz del candelabro. El sabor burbujeante de la champaña endulzaba la garganta de Malena a medida que descendía, hasta desaparecer. Sus ojos se deslizaban de arista a arista a lo largo del gran salón de baile, esperando a encontrarse con algún incauto que cayera ante su inmortal encanto. Sin embargo, nadie parecía particularmente preocupado por la dama que, entre la pared y la copa en su mano, los observaba. A veces, tan solo a veces, habría deseado no haberse marchado a Estados Unidos, pero la Gran Guerra había acabado y estaba en todo su derecho a celebrarlo.
La boquilla de marfil que utilizaba para fumar se sintió incluso más fría que sus labios; no contaba con que alguien le acercara el encendedor antes que pudiera darse cuenta de su presencia. Prendada quedó de aquellos cervinos ojos marrones que la observaban con paciencia, aguardando a que ella se inclinara sobre la chispeante flama. Su voz era tan armoniosa como arrulladora, y parecía que una nube la envolviese cuando, entre cada palabra, el humo de su cigarro escapaba de sus labios, que se mostraban tan voluptuosos que daban ganas de besarlos, y Malena no reconocía el motivo del incontenible deseo que crecía en ella: ¿Cómo se sentiría besarla?
—No tienes un rostro que se vea a menudo por aquí. —comentó la mujer, en un inglés impecable pero teñido de un leve acento germánico, cada palabra resonando con una precisión que delataba una procedencia extranjera.— ¿China? ¿Japonesa, tal vez?
Malena, cautivada por la belleza de la joven, apenas reparó en la indiscreta consulta, así como en el deseo de proximidad que demostraban los sutiles toques que ascendían desde el dorso de su mano. Sus planes parecían invertirse frente a la audacia de aquella jovencita, cuyo aroma a flores y vainilla se adhería a su pálido cuello, revelando el tenue tono azulado de sus venas, que empezaba a convertirse en un objetivo tan tentador como el de probar el sabor de esos labios
—Ik ben Nederlands.¹ —Su tono fue suave, envolviendo sus palabras en un tono casi hipnótico, segura de que el exotismo europeo le otorgaría un toque atractivo ante el ojo crítico de los americanos presentes.
—Geweldig, nu kunnen alleen wij elkaar begrijpen, poesje.² —La joven pronunció las palabras con una confianza que hizo sonreír a Malena de forma apenas perceptible, sus labios apretados en una línea tentadora que ocultaba el hambre que la acechaba.
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